“Antes decidían todo por nosotros”. La emotiva lección de los jóvenes con discapacidad que lograron su independencia
Deciden qué tengo que comer|Deciden qué puedo hacer|Deciden en dónde debo vivir YO DECIDO A Juan, Cata y Santiago les dijeron que no ...
Deciden qué tengo que comer|Deciden qué puedo hacer|Deciden en dónde debo vivir YO DECIDO A Juan, Cata y Santiago les dijeron que no iban a poder estudiar, trabajar o vivir solos; como les pasa a muchas personas con discapacidad, otros decidían por ellos; cuando consiguieron los apoyos que necesitaban, ganaron autonomía y sus vidas cambiaron para siempre; “la sociedad tiene que aprender a mirarnos distinto, a no dejarnos afuera de todo”, dicen en esta crónica escrita por ellos mismos
16 de octubre de 2025
SCROLL No me querían ni en la escuela especial, pero aprendí a hablar y hoy doy charlas en la ONUPor Juan Cobeñas
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VER Creían que no iba a poder vivir solo, pero me preparé durante 10 años y cumplí mi sueñoPor Santiago Puiggari
VER SUBIRNo me querían ni en la escuela especial, pero aprendí a hablar y hoy doy charlas en la ONU
Por Juan CobeñasCuando tenía 6 años, se decía que los chicos como yo no eran educables y los mandaban a centros de día. Ni la escuela especial me quería. No sabían qué hacer conmigo. A mis padres les dijeron que yo tenía motivación ausente, que no daba para nada.
Todavía hoy, a mis 34 años, a veces me preguntan si tuve un accidente. Pero no. Nací así. Tengo parálisis cerebral y epilepsia refractaria. Casi no tengo movimientos de ningún tipo. No me puedo mover ni en la cama. No puedo gritar ni usar mis manos. Una persona tiene que estar cerca mío todo el tiempo para asistirme.
Pero mi presente está muy lejos de esa sentencia escolar.
Soy licenciado en Letras y curso una maestría en lingüística en la Universidad de La Plata. Trabajo haciendo traducciones al lenguaje accesible. Me encanta leer y soy parte de un club de lectura. Desde la Asociación Azul, trabajo para que las personas con discapacidad logremos ser protagonistas de nuestras vidas. Y cada tanto, hago una de las cosas que más me gusta en la vida: andar a caballo.
También doy charlas. Estuve en la cumbre global de discapacidad, en Berlín, donde me invitaron. Viajé tres veces a Ginebra, a la sede de Naciones Unidas. Me invitaron para exponer. Hablé en muchos países sobre el derecho que tenemos a la vida independiente. Eso me gusta mucho. Estuve en Egipto, Kenia, Colombia, Panamá, Brasil, España, Suiza. Me encanta viajar pero me cuesta mucho, me duele el cuerpo.
Vivo en La Plata con Elena, mi mamá, que es ingeniera agrónoma y fue docente universitaria, y con Ricardo, mi papá, que estudió agronomía, es fotógrafo y se dedicó a la industria tambera.
Un día típico mío es así: me levanto al mediodía porque tomo medicación para la epilepsia y me da sueño. A veces me quedo un rato boludeando. O tengo kinesiología, o terapia ocupacional. Todo sea para mantener el cuerpo en buen estado.
Durante el día, estudio o leo. Acabo de terminar Farenheit 451, de Bradbury, pero me gustan mucho los policiales nórdicos. También me gusta salir. Necesito andar por la calle. Con Carlos, mi asistente, damos vueltas por el barrio, vamos a la plaza San Martín y, si está lindo, llegamos hasta el Bosque.
Trabajo, leo, estudio, estoy en contacto con mis hermanos y con mis amigos. También con mis sobrinas, que están mucho tiempo en casa.
A veces miro series en Netflix, las que tienen desarrollado el sistema de audio descriptivo. Me gustó mucho División Palermo. También, Cromosoma 21, un policial con una mirada interesante sobre la discapacidad. Después, las clásicas, como Breaking Bad o Better Call Saul.
Cuento con dos asistentes personales, Carlos y Elbia. Gracias a ellos puedo hacer muchísimas cosas: desde levantarme de la cama hasta bañarme o vestirme. También son fundamentales para comunicarme. Cuando ellos no están, me asisten mis padres. Lamentablemente, la asistencia personal no está regulada en el país. La diferencia entre un asistente personal y un cuidador o acompañante terapéutico es abismal. El cuidador o acompañante responde a un paradigma en el que los otros saben lo que es mejor para nosotros. El asistente personal, en cambio, sabe que la persona con discapacidad es capaz de decidir. Pide y espera su opinión. No hablé hasta los 7 u 8 años. Al principio usaba pictogramas. Después aprendí a leer solo porque los pictogramas tienen el nombre y mamá se dio cuenta. Empezó a buscar otras formas de comunicación y dio con el sistema de comunicación aumentativa alternativa, que en ese entonces no estaba en el país. Viajamos a Inglaterra y les dijeron a mis padres que yo no podría aprender sin ese método. Como en Argentina no había, le dijeron a mamá: "Estudie y enséñele”. Y mamá hizo un posgrado a distancia. Cuando pude comunicarme bien, quise entrar a la escuela común. Arranqué en quinto grado, siempre con asistente personal y adaptación de los contenidos. Lo más valioso de esa etapa fue sentir que por fin iba a la escuela. Tenía exámenes y estudiaba como Ricky y Pili, mis hermanos. Con ellos tengo una relación increíble. Ricky es médico y Pili, que es doctora en Ciencias de la Educación, trabaja mucho por la inclusión e integra Grupo Artículo 24, una coalición de organizaciones que trabaja por la inclusión educativa. Todavía recuerdo la vez que me tocó actuar de molino y Pili me sostuvo. Como yo tenía la cara pintada, la terminé enchastrando toda, así que ella se pintó la cara e hizo de cielo. En todo este recorrido, siempre me sentí alentado por mi familia. Jamás me dijeron qué hacer. Entendieron que era yo quien tenía que decidir sobre mi vida. Historias como la mía muestran que la vida independiente es para todas las personas con discapacidad. No tiene que quedar nadie afuera. No es imposible, no es más costoso. Se trata de darle otra dirección a los fondos destinados a discapacidad y que los profesionales trabajen de otra manera. No es más trabajo, es trabajo dirigido a otro objetivo. Es creer que todos podemos. Ese cambio de mirada es el que hace falta. Un cambio en las creencias de los que toman las decisiones para que nuestras vidas dejen de transcurrir en estructuras con servicios cerrados y seamos parte de la comunidad. Y también un empoderamiento de las personas con discapacidad, porque fuimos dejados afuera del mundo como si fuéramos menos que humanos sin que nadie se diera cuenta de la gravedad del asunto. Mi sueño es tener un trabajo que no solo me permita pagar los asistentes que necesito para poder vivir solo, sino que también me dé la posibilidad de hacer cosas por otras personas como yo. Que la sociedad nos entienda, que no nos dejen atrás, al final de todo. Se trata de que nos vean como humanos. No hablamos. No nos podemos mover. Yo ni siquiera puedo hacer gestos con mi cara. Pero se trata de preguntarnos qué tiene valor en la vida. Yo creo que la vida en sí misma.
La asistencia personal que le brindan Elbia y Carlos es un apoyo clave en la vida de Juan; con Carlos, que está entrenado en el método de comunicación alternativa aumentativa, sale a pasear y a veces llegan hasta el Bosque
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Autonomía para tomar decisiones
En Argentina hay 6 millones de personas con discapacidad, es decir el 13% de la población. La cifra está dentro de los parámetros mundiales, que van del 10% al 14%. De ellas, 1.855.978 tienen Certificado Único de Discapacidad (CUD).
Es poco lo que se sabe de esta población porque no hay datos específicos. Pero lo que sí sostienen varios especialistas es que cuando cumplen la mayoría de edad, gran parte de este colectivo sigue sin tomar decisiones propias, ni las trascendentales ni las cotidianas.
No deciden cómo quieren vestirse, qué quieren comer o qué serie les gustaría ver. Tampoco eligen con quién vivir, qué les gustaría estudiar o para qué trabajo les gustaría prepararse. “Muchas veces pasa que otras personas deciden por ellas. Y si otros deciden sobre sus vidas, ni siquiera tienen la oportunidad de aprender a tomar decisiones”, asegura la psiquiatra infantojuvenil Alexia Rattazzi.
Tener autonomía para tomar las decisiones es clave para ejercer el derecho a vivir una vida independiente. De todos los apoyos para lograrlo, desde sistemas de comunicación o adaptaciones de planes de estudio, hay una figura determinante: el asistente personal.
A diferencia de un acompañante terapéutico, el asistente personal recibe indicaciones de la persona con discapacidad. Funciona como un apoyo para moverse, comunicarse, estudiar, ir a actividades sociales, cocinar o bañarse, entre muchas otras acciones. Es decir, es una ayuda para que pueda hacer eso que quiere, pero no puede hacerlo solo.
Este rol figura en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, que en Argentina tiene rango constitucional. Pero no existe una ley que determine quiénes y cómo pueden acceder a este apoyo. Por eso, quienes hoy tienen un asistente personal lo consiguieron porque ganaron un reclamo judicial ante una obra social o prepaga o porque lo pagan de forma particular.
Algunas jurisdicciones, como la ciudad de Buenos Aires y la provincia de Neuquén, trabajan en normas para definir los requisitos que debe cumplir un asistente personal y promover la formación de asistentes. El distrito porteño, por ejemplo, cuenta con el plan que subsidia hasta seis horas semanales de asistencia personal a personas de entre 18 y 60 años por un plazo máximo de 18 meses.
Sin embargo, ningún apoyo será efectivo si no es acompañado de un cambio de mirada social, coinciden los expertos. “La tradición nos ha hecho creer que las personas con discapacidades tienen menor valor”, reflexiona Elena Dal Bo, de Asociación Azul, una organización que trabaja por la vida independiente de las personas con discapacidad, y sigue: “La nueva mirada tiene que venir acompañada de un cambio de creencias. Tenemos que estar convencidos de que cada persona es un ser humano completo y que todos, en nuestra infinita variedad, tenemos el mismo valor, la misma dignidad y los mismos derechos”.
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El trabajo me hizo una mujer autónoma y me ayudó a descubrir en qué soy buena
Por Catalina DanturA la mañana, después de meditar, agradezco tener trabajo. Fue una sorpresa poder trabajar en un restaurant. No lo tenía en mente. Soñaba con ser maestra jardinera o acompañante terapéutica de chicos con discapacidad.
Hoy mi trabajo es mucho más que eso. Es mi familia. Me siento orgullosa de ser parte de Alamesa, un restaurant manejado por 38 jóvenes neurodiversos. Algunos estamos en el salón y otros, en la cocina. Todos sabemos hacer todas las tareas porque las adaptaron para nosotros. A mí me gusta la atención al público.
Una de las primeras cosas que hicimos al empezar en el restaurant fue contarles a nuestros compañeros lo que tenemos. Yo nací hace 27 años con el síndrome de Apert. Tengo rasgos diferentes y tuve que pasar por operaciones en mis manos y pies. Pero puedo hacer muchas cosas: cortar con tijera, usar tenedor y cuchillo, hacer manualidades, escribir en cursiva y trabajar en la compu.
Además tengo discapacidad intelectual, pero leve. Me cuesta la matemática, pero si me surge un problema en el trabajo, llamo a mi jefe y él me ayuda.
Cuando era más chica, fui a una escuela común. Estuvo bueno porque me desafió a hacer las mismas cosas que mis compañeros. Aunque la escuela era doble turno, iba solo a uno y no hacía inglés. En contraturno hacía terapia ocupacional o iba a la fonoaudióloga.
Cuando terminé el colegio, hice un curso de formación laboral en la UCA para personas neurodiversas. Me enseñaron cómo hacer un curriculum, cómo buscar trabajo y cómo manejarnos si conseguimos uno: desde cómo ir vestidos hasta cómo manejar las responsabilidades.
El curso tenía una bolsa de trabajo y ahí apareció lo de Alamesa. Mandé mi CV y quedé. Arranqué con un entrenamiento y casi dos años después, en 2024, abrimos.
Al principio no se sabía bien qué iba a hacer en el restaurant. Mi mamá tenía miedo de que me tuvieran doblando servilletas, pero nada que ver. Acá descubrí que soy buena en el trato con la gente. Estar en la cocina me estresa un poco más. Me siento más cómoda preparando el salón, acompañando a la gente hasta su mesa o como mesera.
Hasta que empecé a trabajar vivía en Nordelta con Carolina, mi mamá, que es artista plástica y tiene un emprendimiento, y con Gabriel, mi papá, que es ejecutivo en una empresa. Además están Mateo y Vicky, mis dos hermanos menores, que son ingenieros. Viajar de Nordelta a Las Cañitas, donde queda el restaurant, era complicado. Por eso me mudé, parte de la semana, a lo de mi abuela Marta, que vive en Martínez. Me sobreprotege, pero no porque yo no pueda hacer las cosas sino porque ella es así. Vivir con ella me sirve para tener más a mano el trabajo, porque cerca de su casa pasa el tren. Con Sol, una amiga y compañera de Alamesa, viajamos juntas. En el trabajo nos dividimos en grupos. Al mío le toca trabajar jueves, sábados y domingos de por medio. Si bien entro a las 9,30, esos días me despierto a las 6,30, porque me gusta hacer las cosas tranquila. Después de meditar, me levanto, me baño y me visto. Antes de desayunar, reviso si guardé en la mochila el uniforme y todo lo que voy a necesitar. El desayuno en la casa de mi abuela es potente: café o mate, tostadas, cereales, scons, medialunas y un jugo de naranja con medio pomelo. A veces, mi abuela nos lleva hasta la estación, pero generalmente vamos caminando. En mi celular tengo un mapa con el recorrido. Después del trabajo, algunos días vamos con Sol a clases de cerámica en Casa Monarcas, en Martínez. También a un gimnasio que está a la vuelta del restaurant. A veces me voy a dormir a la casa de alguna amiga. Nos gusta juntarnos a hacer pulseras que después nos regalamos entre nosotras. Siempre fui amiguera pero nunca tuve un grupo como el que tengo ahora. Esto es otra cosa que agradezco en las mañanas cuando medito: tener a mis amigas del trabajo. Hay chicos que tuvieron otros trabajos y los dejaron porque no se sintieron cómodos, los maltrataban. Pienso que hay personas que no están acostumbradas a interactuar con gente con discapacidad. Generalmente somos muy sensibles y necesitamos sentirnos rodeados. Por eso, cuando alguien empieza a trabajar, se tiene que sentir parte del equipo. Si organizan salidas o cumpleaños, lo tienen que invitar. En mi caso, tener un trabajo me hizo una mujer más autónoma. Ahora cobro mi sueldo, tengo mi grupo de amigas y viajo sola en transporte público. Además, tomo mis propias decisiones. Por ejemplo, los días que estoy en Nordelta, hago mi vida y mis rutinas sin que mamá me las arme, como pasaba antes de que tuviera trabajo. Todo esto me hace sentir mucho más independiente. Lo que un chico con discapacidad necesita para trabajar es tener confianza en sí mismo y que los padres lo apoyen y confíen. Si nuestros papás no confían en nosotros, eso puede sentirse como una barrera. Por suerte, mis padres me hacen sentir que confían en mí y van abriendo sus mentes. Por ejemplo, a partir de este año me dejaron tomar Uber. Ahora que conseguí trabajo, me gustaría mucho irme a vivir con Sol. Tendría que ser algo cerca de mis padres y a mano del trabajo. Por ahora, es un proyecto. También sueño con tener un emprendimiento y vender las cosas que hago en cerámica. Hay una frase que me gusta mucho y la guardé en mi celular. Dice que las fortalezas están en nuestras diferencias y no en nuestras similitudes. La recordé hace unos días, cuando después de almorzar, una señora nos dijo a una compañera y a mí: “Chicas, ¿les puedo sacar una foto para difundir Alamesa?”. Cuando la gente se va feliz, como esa señora, doy gracias por tener este trabajo. Sentir que los hago felices me hace feliz a mí también.
Minutos antes de la apertura, el equipo se reúne junto a los facilitadores para conocer las previsiones del día, por ejemplo, cuántas reservas hay o si cuentan con algún evento especial; cuando llegan los comensales, hacen sugerencias sobre el menú y, una vez que están listos los platos, se ocupa de servirlos
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Un cambio cultural para la inclusión laboral
Solo el 12,6% de las personas con discapacidad en edad laboral dijeron tener trabajo, según un estudio hecho entre la población con CUD. Mientras que datos de la OIT exponen que la diferencia entre las personas con y sin discapacidad que tienen trabajo alcanza los 36 puntos porcentuales.
Son muchas las razones que explican esta inserción laboral baja y suelen trascender al mercado del trabajo. Belén Arcucci, del programa Derechos de las Personas con Discapacidad de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, sostiene que esta exclusión se vincula con barreras del sistema educativo: “Fueron excluidas o estudiaron en escuelas segregadas, donde no les dieron un título que les permitiera seguir su formación. Esto hace que pocas personas con discapacidad cumplan los requisitos para un empleo”.
Esas condiciones se combinan con barreras actitudinales y estereotipos que persisten en la sociedad: en el mundo del empleo se ve a las personas con discapacidad como “improductivas” o condicionadas a trabajar en espacios protegidos o segregados.
Según la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, las personas de este colectivo deben poder acceder a las adaptaciones que necesiten para poder hacer sus tareas laborales, como contar intérprete en lengua de señas, dispositivos de comunicación o asistencia personal. Sin embargo, estas disposiciones casi no se cumplen y la inclusión laboral depende más del buen criterio de los empleadores que de políticas públicas.
La psicopedagoga Marta Mendía, codirectora del Programa para la Inclusión Laboral de Personas con Discapacidad de la Universidad Austral, explica que las prestaciones de apoyo que pueden necesitar las personas para trabajar no están cubiertas dentro del Sistema de Prestaciones Básicas. “Como no están contempladas, los costos recaen en las empresas”, agrega la especialista, quien, de todas maneras, matiza sus dichos: “Incluir a una persona con discapacidad no requiere grandes costos o cambios. El principal cambio es, sin dudas, cultural”.
La política pública nacional más consistente en materia de empleo es de 1981. Es la ley 22.431, que establece un cupo laboral del 4% para personas con discapacidad en el sector público y en empresas del Estado, pero se imcumple en la mayoría de los organismos.
Por otra parte, los programas destinados a la articulación entre las personas con discapacidad y el sector privado tienen bajo alcance. La Secretaría de Empleo, Trabajo y Seguridad Social del Ministerio de Capital Humano cuenta con programas que incluyen desde capacitaciones y tutorías hasta ayudas económicas. Los más importantes son los programas Promover y los talleres protegidos de producción. En septiembre pasado, los beneficiarios de todos los programas alcanzaban a apenas 8519 personas, según fuentes de ese ministerio.
Para las empresas que contratan a personas con discapacidad existen beneficios fiscales: deducciones en el impuesto a las Ganancias, reducciones en las contribuciones a la seguridad social y beneficios en el impuesto sobre los Ingresos Brutos. “Hay que profundizar esas políticas”, sostiene Arcucci y propone: “Sería clave avanzar en la regulación de cuotas mínimas, es decir en porcentajes mínimos de trabajadores con discapacidad en las empresas”.
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Creían que no iba a poder vivir solo, pero me preparé durante 10 años y cumplí mi sueño
Por Santiago PuiggariSi un chico con discapacidad me pregunta qué tiene que hacer para poder vivir solo, mi respuesta sería simple: “Empezá haciéndote la cama. Limpiá tu casa. Ofrecete para hacer las compras. Y no bajes los brazos porque se te va a dar”.
Yo tenía 21 años cuando le pedí a mis viejos irme a vivir solo. Vivía en San Isidro con ellos y con Felu y Martu, dos de mis tres hermanos. Sofi, la mayor, se había casado.
Mis papás me dijeron que no porque les daba miedo. Me veían chico. Creían que no iba a poder organizarme y, como no sabía cocinar, tenían miedo de que comiera porquerías. “¿Y si después extrañás y querés volver?”, me decían.
Mi papá se llama Enrique y es abogado, aunque ya está jubilado. Un día, me contó que un médico le había dicho que, como yo nací con síndrome de Down, no iba a poder hacer muchas cosas. Le dijeron que no iba a poder hablar. Pero se equivocaron, porque puedo hacer eso y mucho más.
Ahora tengo 34 años y trabajo en el área de catering de una productora. El año pasado empecé el programa audiovisual para chicos con discapacidad de la escuela de Cris Morena.
A todos lados voy solo. Sé viajar en colectivo y en tren.
Pero a los 21, en mi casa hacían todo por mí y ya no me gustaba. Quería hacer las cosas por mi cuenta. Les doy un ejemplo: hasta los 14 o 15 años, mi mamá, que se llama Carina y es artista plástica, me decía qué ropa me tenía que poner. Después empecé a elegir solo, pero, a veces, quería ponerme un pantalón roto o uno con colores y a ella no le gustaba.
Ahora pienso que es verdad que entonces no estaba preparado: no manejaba efectivo, no viajaba en transporte público y no sabía cocinar. Pero eso cambió cuando me sumé a Las Ilusiones, una compañía de teatro inclusivo en donde empecé a trabajar mi autonomía.
Además, durante la cuarentena, en mi casa fui el encargado de lavar la ropa, planchar y sacar la basura. También empecé a ayudar con la comida. Aprendí a hacer carrot cake y milanesas de berenjenas, que me salen buenísimas.
Después empecé a quedarme solo en casa cuando mis viejos se iban a nuestra casa de Punta del Este o a visitar a Sofi, mi hermana, que vive en Madrid. Nunca tuve un problema.
Me ayudaron los talleres y las actividades que hacía en Las Ilusiones. Ellos tienen una casa y ahí aprendí mucho. Por ejemplo, íbamos a comprar al supermercado, pagábamos en efectivo y cocinábamos. Y después teníamos que dejar todo limpio. Yo me quedaba a dormir ahí tres veces por semana con dos amigos.
En ese tiempo, mis hermanos empezaron a hablarle a mis papás. Les decían que yo podía vivir solo y me ayudaron a convencerlos. Les decían: “Santi puede”. También Nacho, mi acompañante terapéutico les dijo que yo estaba preparado. Así que ellos dijeron: “Bueno, probemos”.
En noviembre del año pasado cumplí mi sueño y empecé a vivir en un departamento en San Isidro, a cinco cuadras de la casa de ellos. Si me preguntan qué es lo más lindo de vivir solo, no sé por dónde empezar. Lo más lindo es poder tomar tus propias decisiones y manejar tus tiempos. Al principio no fue fácil. Tenía todo desordenado y no sabía por dónde empezar. Tuve que aprender a comer sano porque podía llegar a desayunar un pancho. Ahora me preparo huevos revueltos con una tostada y café. Los primeros meses, Nacho venía una vez por semana y eso me ayudó. Por ejemplo, me enseñó a armar un calendario semanal con todo lo que tengo que hacer además del trabajo y del estudio, como terapias o gimnasio. También me dejaba escrito cómo usar el horno. Ahora no viene porque no lo necesito. Cada tanto hacemos una videollamada. Todos los días, arranco a las 7 de la mañana. Tres veces por semana, me tomo el colectivo 437 hasta el Bajo de San Isidro y de ahí el Tren de la Costa hasta la estación Anchorena, en Martínez, que me deja cerca del trabajo. Los otros dos días estudio y me tomo el 407, que llega a Martínez. Cuando vuelvo, algunos días tengo terapia o actividades en Las Ilusiones. También juego un juego de armar casas. Lo tengo en la compu. O miro series. Me gustó mucho División Palermo. Ahora, muchas veces, las juntadas con amigos son en mi casa. A veces comemos lo que mamá me deja preparado, aunque otras veces cocino yo. Todavía me salen muy bien las milanesas de berenjenas. Hoy me sigo ayudando con los calendarios semanales. Además, aprendí con Nacho a hacer listas en el celular para hacer las compras. Ahora sé que no tengo que comprar de más. Primero uso lo que tengo en el freezer. Sé que si un día me olvido de alguna cosa o me trabo, puedo llamar a mi familia y alguien me va a ayudar. Una vez se me tapó la pileta de la cocina y no podía destaparla. Llamé a mis viejos, compraron un destapador y vinieron a ayudarme. Ahora ya sé hacerlo solo. A los padres que tienen miedo de soltar a sus hijos les diría que lo hagan. Que confíen en ellos. Yo sé que nos quieren cuidar, pero si hacen todo por nosotros, no podemos hacer nada. Creo que la sociedad tiene que aprender a mirarnos distinto. Me pasó de ir por la calle y que me quieran ayudar a cruzar de vereda sin que yo lo pidiese. Yo puedo cruzar la calle solo. A veces nos tratan como niños. Está bien que quieran ayudarnos, pero que nos pregunten si necesitamos ayuda. Hoy mis sueños son enamorarme y casarme. Vivir en una casa más grande y conseguir trabajo de lo que más me gusta, que es la actuación. Cuando empecé a pedir vivir solo, Martu y Felu vivían en casa. Al final ellos se fueron antes que yo. Pero lo importante es que yo no bajé los brazos y seguí adelante. Irse a vivir solo es una decisión importante. No es algo que hacés porque un día te peleaste con tus papás. Y tiene muchas responsabilidades. Pero vale la pena.
En su proceso de ganar autonomía, Santiago empezó a trabajar en una productora de contenidos y además estudia producción audiovisual; todos los días, viaja en colectivo para cumplir con sus responsabilidades* * *
El deseo de cómo y con quién vivir
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad dice que esta población tiene derecho a vivir dónde, cómo y con quién quiera. Pero la realidad es diferente: es frecuente que al llegar a la adultez no tengan voz a la hora de decidir con quién vivir. Se trata de una decisión que suelen tomar otros sin tener en cuenta los deseos de la persona con discapacidad.
“Se internaliza la mirada social que todo el tiempo le dice a la persona que no puede. Entonces se termina autoconvenciendo de que no está en condiciones de vivir sola”, explica la psicóloga Mercedes Monjaime, fundadora de REDI, organización que trabaja por el cumplimiento de los derechos de las personas con discapacidad, y agrega: “También existe un factor económico. Las personas con discapacidad tenemos más gastos y el 80% está desocupada”.
Suele ser frecuente que la persona viva con algún familiar sin que se haya tenido en cuenta su deseo. Y cuando no hay una red familiar a la que acudir, suelen permanecer en un hogar. “En estas instituciones, la mayoría financiadas por el Estado, deben cumplir exigencias basadas más en una mirada médica y terapéutica de la discapacidad que en un enfoque de derechos. En ese contexto, pierden autonomía”, explica Valeria Monópoli, abogada especializada en derechos humanos y discapacidad. Sobre esto, la psiquiatra Rattazzi es categórica: “Por ejemplo, no puede decidir si quiere comer o no, a qué hora quiere comer y qué quiere comer, como hacemos cualquiera de nosotros”.
En estos centros, las decisiones cotidianas que nos hacen ser quienes somos (qué nos gusta comer, por dónde queremos pasear, qué actividades nos gustan, a qué hora nos vamos a dormir) quedan anuladas. “La Convención le exige a los Estados dejar de lado los dispositivos institucionales que no le permiten a la persona con discapacidad tener el control de su propia vida”, subraya Monópoli y explica que varias instituciones empezaron a orientar su enfoque para priorizar la vida independiente.
Monópoli identifica otra forma de ir hacia el derecho a elegir cómo vivir: “Hay familias que se agrupan para crear viviendas asistidas para sus hijos. En cada unidad, la persona tiene sus propios asistentes personales y apoyos. También empiezan a aparecer iniciativas privadas comerciales que ofrecen ese servicio”, puntualiza.
Pero más allá del formato de la vivienda, lo importante es que sea el resultado de los sueños, los deseos y las decisiones de la propia persona.
Por Lorena Oliva
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